Mientras ignoraba a Villavicencio en mi rumbo al trabajo, miraba lacónicamente por la ventanilla. Ahora que amanece mas temprano es posible despegar los ojos del libro y mirar a la ciudad que, entumecida y con sueño, no armoniza con la música que suena en los auriculares. Desde hace un tiempo, intento no prestarle atención a las publicidades que empapelan las paredes, más como un reto difícil de conseguir que como algo con propósito. En realidad, tiene su propósito, pero está sacado de una película y no creo que funcione, así que por eso mismo no va a funcionar. I'm my own worst enemy.
Llegando a Avellaneda, el tránsito nos detuvo un tiempo considerable en una esquina y no pude evitar mirar la publicidad de Tarjeta Naranja. Algo simple, letras predominando el cartel, lineas muy a lo Windows Vista coronándolas y una imagen de gente saltando feliz en el pie del anuncio.
Reparé en sus rostros y observé sus poses. Pretendían la felicidad, simulaban la algarabía. Aún así, había unos cuantos que no estaban tan felices como pretendía el anuncio. Y me puse a pensar que ninguno de ellos estaba realmente feliz, que les estaban pagando por hacer ese anuncio, que quizás nadie de ellos era parte de Tarjeta Naranja, que tuvieron que saltar entre extraños, simulando ser amigos, imaginando festejar algo, y que alguien los habrá arengado para que salten y el fotógrafo les habrá dicho "Una más, vamos, saltando un poquito más alto" y quizás, ahora, toda esa gente esté esperando un llamado para otro trabajo, pero no lo van a conseguir, porque su cara de felicidad no fue lo suficientemente buena y cada vez que vean ese cartel, cada vez que vean una Tarjeta Naranja...
Y me pregunto ¿Por qué lo pienso? ¿Por qué malgasto el tiempo pensando esas cosas, si carecen de profundidad?. Llego a la conclusión que lo pienso porque puedo, porque tengo el tiempo, porque si no sirviese de nada, no lo podría hacer, alguna utilidad ha de tener. Pero no la encuentro y cada día estoy más solo adentro de mi cabeza.
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